AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II

Miércoles 9 de abril de 2003 

 

Himno a Dios por sus maravillas 

1. La liturgia de Laudes, que estamos siguiendo en su desarrollo a través de nuestras catequesis, nos propone la primera parte del salmo 134, que acaba de resonar en el canto de los solistas. El texto revela una notable serie de alusiones a otros pasajes bíblicos y parece estar envuelto en un clima pascual. No por nada la tradición judaica ha unido este salmo al sucesivo, el 135, considerando el conjunto como "el gran Hallel", es decir, la alabanza solemne y festiva que es preciso elevar al Señor con ocasión de la Pascua.

En efecto, este salmo pone fuertemente de relieve el Éxodo, con la mención de las "plagas" de Egipto y con la evocación del ingreso en la tierra prometida. Pero sigamos ahora las etapas sucesivas, que el salmo 134 revela en el desarrollo de los doce primeros versículos:  es una reflexión que queremos transformar en oración.

2. Al inicio nos encontramos con la característica invitación a la alabanza, un elemento típico de los himnos dirigidos al Señor en el Salterio. La invitación a cantar el aleluya se dirige a los "siervos del Señor" (v. 1), que en el original hebreo se presentan "erguidos" en el recinto sagrado del templo (cf. v. 2), es decir, en la actitud ritual de la oración (cf. Sal 133, 1-2).

Participan en la alabanza ante todo los ministros del culto, sacerdotes y levitas, que viven y actúan "en los atrios de la casa de nuestro Dios" (Sal 134, 2). Sin embargo, a estos "siervos del Señor" se asocian idealmente todos los fieles. En efecto, inmediatamente después se hace mención de la elección de todo Israel para ser aliado y testigo del amor del Señor:  "Él se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya" (v. 4). Desde esta perspectiva, se celebran dos cualidades fundamentales de Dios:  es "bueno" y es "amable" (v. 3). El vínculo que existe entre nosotros y el Señor está marcado por el amor, por la intimidad y por la adhesión gozosa.

3. Después de la invitación a la alabanza, el salmista prosigue con una solemne profesión de fe, que comienza con la expresión típica:  "Yo sé", es decir, yo reconozco, yo creo (cf. v. 5). Son dos los artículos de fe que proclama un solista en nombre de todo el pueblo, reunido en asamblea litúrgica. Ante todo se ensalza la acción de Dios en todo el universo:  él es, por excelencia, el Señor del cosmos:  "El Señor todo lo que quiere lo hace:  en el cielo y en la tierra" (v. 6). Domina incluso los mares y los abismos, que son el emblema del caos, de las energías negativas, del límite y de la nada.

El Señor es también quien forma las nubes, los rayos, la lluvia y los vientos, recurriendo a sus "silos" (cf. v. 7). En efecto, los antiguos habitantes del Oriente Próximo imaginaban que los agentes climáticos se conservaban en depósitos, semejantes a cofres celestiales de los que Dios tomaba para esparcirlos por la tierra.

4. El otro componente de la profesión de fe se refiere a la historia de la salvación. Al Dios creador se le reconoce ahora como el Señor redentor, evocando los acontecimientos fundamentales de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. El salmista cita, ante todo, la "plaga" de los primogénitos (cf. Ex 12, 29-30), que resume todos los "prodigios y signos" realizados por Dios liberador durante la epopeya del Éxodo (cf. Sal 134, 8-9). Inmediatamente después se recuerdan las clamorosas victorias que permitieron a Israel superar las dificultades y los obstáculos encontrados en su camino (cf. vv. 10-11). Por último, se perfila en el horizonte la tierra prometida, que Israel recibe "en heredad" del Señor (v. 12).

Ahora bien, todos estos signos de alianza, que se profesarán más ampliamente en el salmo sucesivo, el 135, atestiguan la verdad fundamental proclamada en el primer mandamiento del Decálogo. Dios es único y es persona que obra y habla, ama y salva:  "el Señor es grande, nuestro dueño más que todos los dioses" (v. 5; cf. Ex 20, 2-3; Sal 94, 3).

5. Siguiendo la línea de esta profesión de fe, también nosotros elevamos nuestra alabanza a Dios. El Papa san Clemente I, en su primera Carta a los Corintios, nos dirige esta invitación:  "Fijemos nuestra mirada en el Padre y Creador de todo el universo y adhirámonos a los magníficos y sobreabundantes dones y beneficios de su paz. Mirémosle con nuestra mente y contemplemos con los ojos del alma su magnánimo designio. Consideremos cuán blandamente se porta con toda la creación. Los cielos, movidos por su disposición, le están sometidos en paz. El día y la noche recorren la carrera por él ordenada, sin que mutuamente se impidan. El sol y la luna y los coros de las estrellas giran, conforme a su ordenación, en armonía y sin transgresión alguna, en torno a los límites por él señalados. La tierra, germinando conforme a su voluntad, produce a sus debidos tiempos copiosísimo sustento para hombres y fieras, y para todos los animales que se mueven sobre ella, sin que jamás se rebele ni mude nada de cuanto fue por él decretado" (19, 2-20, 4:  Padres Apostólicos, BAC 1993, pp. 196-197). San Clemente I concluye afirmando:  "Todas estas cosas ordenó el grande Artífice y Soberano de todo el universo que se mantuvieran en paz y concordia, derramando sobre todas sus beneficios, y más copiosamente sobre nosotros, que nos hemos refugiado en sus misericordias por medio de nuestro Señor Jesucristo. A él sea la gloria y la grandeza por eternidad de eternidades. Amén" (ib., p. 198).