AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II

Miércoles 12 de noviembre de 2003

 

"Tú eres mi refugio"

1. La tarde del día 3 de octubre de 1226, san Francisco de Asís, a punto de morir, rezó como última oración precisamente el salmo 141, que acabamos de escuchar. San Buenaventura recuerda que san Francisco "prorrumpió en la exclamación del salmo:  "A voz en grito, clamo al Señor; a voz en grito suplico al Señor" y lo rezó hasta el versículo final:  "Me rodearán los justos, cuando me devuelvas tu favor"" (Leyenda mayor, XIV, 5:  Fuentes Franciscanas, Padua-Asís, 1980, p. 958).

Este salmo es una súplica intensa, marcada por una serie de verbos de imploración dirigidos al Señor:  "clamo al Señor", "suplico al Señor", "desahogo ante él mis afanes", "expongo ante él mi angustia" (vv. 2-3). La parte central del salmo está profundamente impregnada de confianza en Dios, que no queda indiferente ante el sufrimiento del fiel (cf. vv. 4-8). Con esta actitud san Francisco afrontó la muerte.

2. A Dios se le interpela hablándole de "tú", como a una persona que da seguridad:  "Tú eres mi refugio" (v. 6). "Tú conoces mis senderos", es decir, el itinerario de mi vida, un itinerario marcado por la opción en favor de la justicia. Sin embargo, por esa senda los impíos le han tendido una trampa (cf. v. 4):  es la imagen típica tomada del ambiente de caza; se usa frecuentemente en las súplicas de los salmos para indicar los peligros y las asechanzas a los que está sometido el justo.
Ante ese peligro, el salmista lanza en cierto modo una señal de alarma para que Dios vea su situación e intervenga:  "Mira a la derecha, fíjate" (v. 5). Ahora bien, en la tradición oriental, a la derecha de una persona estaba el defensor o el testigo favorable durante un proceso, y, en caso de guerra, el guardaespaldas. Así pues, el fiel se siente solo y abandonado:  "Nadie me hace caso". Por eso, expresa una constatación angustiosa:  "No tengo a dónde huir; nadie mira por mi vida" (v. 5).

3. Inmediatamente después, un grito pone de manifiesto la esperanza que alberga el corazón del orante. Ya la única protección y la única cercanía eficaz es la de Dios:  "Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida" (v. 6). En el lenguaje bíblico, el "lote" o "porción" es el don de la tierra prometida, signo del amor divino con respecto a su pueblo. El Señor queda ya como el fundamento último, y único, en el que puede basarse, la única posibilidad de vida, la esperanza suprema.

El salmista lo invoca con insistencia, porque está "agotado" (v. 7). Le suplica que intervenga para romper las cadenas de su cárcel de soledad y hostilidad (cf. v. 8), y lo saque del abismo de la prueba.

4. Como en otros salmos de súplica, la perspectiva final es una acción de gracias, que ofrecerá a Dios después de ser escuchado:  "Sácame de la prisión, y daré gracias a tu nombre" (v. 8). Cuando sea salvado, el fiel se irá a dar gracias al Señor en medio de la asamblea litúrgica (cf. ib.). Lo rodearán los justos, que considerarán la salvación de su hermano como un don hecho también a ellos.

Este clima debería reinar también en las celebraciones cristianas. El dolor de una persona debe encontrar eco en el corazón de todos; del mismo modo, toda la comunidad orante debe vivir la alegría de cada uno:  "Ved:  qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos" (Sal 132, 1). Y el Señor Jesús dijo:  "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20).

5. La tradición cristiana ha aplicado el salmo 141 a Cristo perseguido y sufriente. Desde esta perspectiva, la meta luminosa de la súplica del salmo se transfigura en un signo pascual, sobre la base del desenlace glorioso de la vida de Cristo y de nuestro destino de resurrección con él. Lo afirma san Hilario de Poitiers, famoso doctor de la Iglesia del siglo IV, en su Tratado sobre los salmos.

Comenta la traducción latina del último versículo de este salmo, la cual habla de recompensa para el orante y de espera de los justos:  "Me expectant iusti, donec retribuas mihi". San Hilario explica:  "El Apóstol nos enseña cuál es la recompensa que ha dado el Padre a Cristo:  "Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que, al nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre" (Flp 2, 9-11). Esta es la recompensa:  al cuerpo, que asumió, se le concede la eternidad de la gloria del Padre. El mismo Apóstol nos enseña qué es la espera de los justos, diciendo:  "Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 20-21). En efecto, los justos lo esperan para que los recompense, transfigurándolos como su cuerpo glorioso, que es bendito por los siglos de los siglos. Amén" (PL 9, 833-837).