AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II
Miércoles 21 de mayo de 2003
Oración de un rey pidiendo la victoria
1. Acabamos de escuchar la primera parte del salmo 143. Tiene las características de un himno real, entretejido con otros textos bíblicos, para dar vida a una nueva composición de oración (cf. Sal 8, 5; 17, 8-15; 32, 2-3; 38, 6-7). Quien habla, en primera persona, es el mismo rey davídico, que reconoce el origen divino de sus éxitos.
El Señor es presentado con imágenes marciales, según la antigua tradición simbólica. En efecto, aparece como un instructor militar (cf. Sal 143, 1), un alcázar inexpugnable, un escudo protector, un triunfador (cf. v. 2). De esta forma, se quiere exaltar la personalidad de Dios, que se compromete contra el mal de la historia: no es un poder oscuro o una especie de hado, ni un soberano impasible e indiferente respecto de las vicisitudes humanas. Las citas y el tono de esta celebración divina guardan relación con el himno de David que se conserva en el salmo 17 y en el capítulo 22 del segundo libro de Samuel.
2. Frente al poder divino, el rey judío se reconoce frágil y débil, como lo son todas las criaturas humanas. Para expresar esta sensación, el orante real recurre a dos frases presentes en los salmos 8 y 38, y las une, confiriéndoles una eficacia nueva y más intensa: "Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?, ¿qué los hijos de Adán para que pienses en ellos? El hombre es igual que un soplo; sus días, una sombra que pasa" (vv. 3-4). Aquí resalta la firme convicción de que nosotros somos inconsistentes, semejantes a un soplo de viento, si no nos conserva en la vida el Creador, el cual, como dice Job, "tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12, 10).
Sólo con el apoyo de Dios podemos superar los peligros y las dificultades que encontramos diariamente en nuestra vida. Sólo contando con la ayuda del cielo podremos esforzarnos por caminar, como el antiguo rey de Israel, hacia la liberación de toda opresión.
3. La intervención divina se describe con las tradicionales imágenes cósmicas e históricas, con el fin de ilustrar el señorío divino sobre el universo y sobre las vicisitudes humanas: los montes, que echan humo en repentinas erupciones volcánicas (cf. Sal 143, 5); los rayos, que parecen saetas lanzadas por el Señor y dispuestas a destruir el mal (cf. v. 6); y, por último, las "aguas caudalosas", que, en el lenguaje bíblico, son símbolo del caos, del mal y de la nada, en una palabra, de las presencias negativas dentro de la historia (cf. v. 7). A estas imágenes cósmicas se añaden otras de índole histórica: son "los enemigos" (cf. v. 6), los "extranjeros" (cf. v. 7), los que dicen falsedades y los que juran en falso, es decir, los idólatras (cf. v. 8).
Se trata de un modo muy concreto, típicamente oriental, de representar la maldad, las perversiones, la opresión y la injusticia: realidades tremendas de las que el Señor nos libra, mientras vivimos en el mundo.
4. El salmo 143, que la Liturgia de las Horas nos propone, concluye con un breve himno de acción de gracias (cf. vv. 9-10). Brota de la certeza de que Dios no nos abandonará en la lucha contra el mal. Por eso, el orante entona una melodía acompañándola con su arpa de diez cuerdas, seguro de que el Señor "da la victoria a los reyes y salva a David, su siervo" (cf. vv. 9-10).
La palabra "consagrado" en hebreo es "Mesías". Por eso, nos hallamos en presencia de un salmo real, que se transforma, ya en el uso litúrgico del antiguo Israel, en un canto mesiánico. Los cristianos lo repetimos teniendo la mirada fija en Cristo, que nos libra de todo mal y nos sostiene en la lucha contra las fuerzas ocultas del mal. En efecto, "nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en las alturas" (Ef 6, 12).
5. Concluyamos, entonces, con una consideración que nos sugiere san Juan Casiano, monje de los siglos IV-V, que vivió en la Galia. En su obra La encarnación del Señor, tomando como punto de partida el versículo 5 de nuestro salmo -"Señor, inclina tu cielo y desciende"-, ve en estas palabras la espera del ingreso de Cristo en el mundo.
Y prosigue así: "El salmista suplicaba que (...) el Señor se manifestara en la carne, que apareciera visiblemente en el mundo, que fuera elevado visiblemente a la gloria (cf. 1 Tm 3, 16) y, finalmente, que los santos pudieran ver, con los ojos del cuerpo, todo lo que habían previsto en el espíritu" (L'Incarnazione del Signore, V, 13, Roma 1991, pp. 208-209). Precisamente esto es lo que todo bautizado testimonia con la alegría de la fe.