AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II
Miércoles 6 de octubre de 2004
La reina y esposa
1. El dulce retrato femenino que nos acaban de presentar constituye el segundo cuadro del díptico del que se compone el salmo 44, un canto nupcial sereno y gozoso, que leemos en la liturgia de las Vísperas. Así, después de contemplar al rey que celebra sus bodas (cf. vv. 2-10), ahora nuestros ojos se fijan en la figura de la reina esposa (cf. vv. 11-18). Esta perspectiva nupcial nos permite dedicar el salmo a todas las parejas que viven con intensidad y vitalidad interior su matrimonio, signo de un "gran misterio", como sugiere san Pablo, el del amor del Padre a la humanidad y de Cristo a su Iglesia (cf. Ef 5, 32). Sin embargo, el salmo abre también otro horizonte.
En efecto, entra en escena el rey judío y, precisamente en esta perspectiva, la tradición judía sucesiva ha visto en él un perfil del Mesías davídico, mientras que el cristianismo ha transformado el himno en un canto en honor de Cristo.
2. Con todo, ahora, nuestra atención se fija en el perfil de la reina que el poeta de corte, autor del salmo (cf. Sal 44, 2), traza con gran delicadeza y sentimiento. La indicación de la ciudad fenicia de Tiro (cf. v. 13) hace suponer que se trata de una princesa extranjera. Así asume un significado particular la invitación a olvidar el pueblo y la casa paterna (cf. v. 11), de la que la princesa se tuvo que alejar.
La vocación nupcial es un acontecimiento trascendental en la vida y cambia la existencia, como ya se constata en el libro del Génesis: "Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y vendrán a ser una sola carne" (Gn 2, 24). La reina esposa avanza ahora, con su séquito nupcial que lleva los dones, hacia el rey, prendado de su belleza (cf. Sal 44, 12-13).
3. Es notable la insistencia con que el salmista exalta a la mujer: está "llena de esplendor" (v. 14), y esa magnificencia se manifiesta en su vestido nupcial, recamado en oro y enriquecido con preciosos brocados (cf. vv. 14-15).
La Biblia ama la belleza como reflejo del esplendor de Dios mismo; incluso los vestidos pueden ser signo de una luz interior resplandeciente, del candor del alma.
El pensamiento se remonta, por un lado, a las páginas admirables del Cantar de los cantares (cf. capítulos 4 y 5) y, por otro, a la página del Apocalipsis donde se describen "las bodas del Cordero", es decir, de Cristo, con la comunidad de los redimidos, destacando el valor simbólico de los vestidos nupciales: "Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura. El lino son las buenas acciones de los santos" (Ap 19, 7-8).
4. Además de la belleza, se exalta la alegría que reina en el jubiloso "séquito de vírgenes", o sea, las damas que acompañan a la esposa "entre alegría y algazara" (cf. Sal 44, 15-16). La alegría genuina, mucho más profunda que la meramente externa, es expresión de amor, que participa en el bien de la persona amada con serenidad de corazón.
Ahora bien, según los augurios con que concluye el salmo, se vislumbra otra realidad radicalmente intrínseca al matrimonio: la fecundidad. En efecto, se habla de "hijos" y de "generaciones" (cf. vv. 17-18). El futuro, no sólo de la dinastía sino también de la humanidad, se realiza precisamente porque la pareja ofrece al mundo nuevas criaturas.
Se trata de un tema importante en nuestros días, en el Occidente a menudo incapaz de garantizar su futuro mediante la generación y la tutela de nuevas criaturas, que prosigan la civilización de los pueblos y realicen la historia de la salvación.
5. Muchos Padres de la Iglesia, como es sabido, han interpretado el retrato de la reina aplicándolo a María, desde la exhortación inicial: "Escucha, hija, mira, inclina el oído..." (v. 11). Así sucedió, por ejemplo, en la Homilía sobre la Madre de Dios de Crisipo de Jerusalén, un monje capadocio de los fundadores del monasterio de San Eutimio, en Palestina, que, después de su ordenación sacerdotal, fue guardián de la santa cruz en la basílica de la Anástasis en Jerusalén.
"A ti se dirige mi discurso -dice, hablando a María-, a ti que debes convertirte en esposa del gran rey; mi discurso se dirige a ti, que estás a punto de concebir al Verbo de Dios, del modo que él conoce. (...) "Escucha, hija, mira, inclina el oído". En efecto, se cumple el gozoso anuncio de la redención del mundo. Inclina el oído y lo que vas a escuchar te elevará el corazón. (...) "Olvida tu pueblo y la casa paterna": no prestes atención a tu parentesco terreno, pues tú te transformarás en una reina celestial. Y escucha -dice- cuánto te ama el Creador y Señor de todo. En efecto, dice, "prendado está el rey de tu belleza": el Padre mismo te tomará por esposa; el Espíritu dispondrá todas las condiciones que sean necesarias para este desposorio. (...) No creas que vas a dar a luz a un niño humano, "porque él es tu Señor y tú lo adorarás". Tu Creador se ha hecho hijo tuyo; lo concebirás y, juntamente con los demás, lo adorarás como a tu Señor" (Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1998, pp. 605-606).