JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 17 de octubre de 2001
La acción de gracias
por la salvación del pueblo1. El Salmo que hemos proclamado es un canto en honor de Sión, "la ciudad del gran rey" (Sal 47, 3), entonces sede del templo de Señor y lugar de su presencia en medio de la humanidad. La fe cristiana lo aplica ya a la "Jerusalén de arriba", que es "nuestra madre" (Ga 4, 26).
El tono litúrgico de este himno, la evocación de una procesión de fiesta (cf. vv. 13-14), la visión pacífica de Jerusalén que refleja la salvación divina, hacen del salmo 47 una oración con la que se puede iniciar la jornada para convertirla en un canto de alabanza, aunque se cierna alguna nube en el horizonte.
Para captar el sentido de este salmo, nos sirven de ayuda tres aclamaciones situadas al inicio, en el centro y al final, como para ofrecernos la clave espiritual de la composición y para introducirnos en su clima interior. Las tres invocaciones son: "Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios" (v. 2), "Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo" (v. 10) y "Este es el Señor, nuestro Dios; él nos guiará por siempre jamás".
2. Estas tres aclamaciones, que exaltan al Señor pero también a "la ciudad de nuestro Dios" (v. 2), enmarcan dos grandes partes del Salmo. La primera es una gozosa celebración de la ciudad santa, la Sión victoriosa contra los asaltos de los enemigos, serena bajo el manto de la protección divina (cf. vv. 3-8). Se trata de una especie de letanía de definiciones de esta ciudad: es una altura admirable que se yergue como un faro de luz, una fuente de alegría para todos los pueblos de la tierra, el único "Olimpo" verdadero donde se encuentran el cielo y la tierra. Como dice el profeta Ezequiel, es la ciudad-Emmanuel, porque "Dios está allí", presente en ella (cf. Ez 48, 35). Pero en torno a Jerusalén están acampando las tropas para el asedio, como un símbolo del mal que atenta contra el esplendor de la ciudad de Dios. El enfrentamiento tiene un desenlace lógico y casi inmediato.
3. En efecto, los poderosos de la tierra, al asaltar la ciudad santa, han provocado también a su Rey, el Señor. El salmista utiliza la sugestiva imagen de los dolores de parto para mostrar cómo se desvanece el orgullo de un ejército poderoso: "Allí los agarró el temblor y dolores como de parto" (v. 7). La arrogancia se transforma en fragilidad y debilidad, la fuerza en caída y derrota.
El mismo concepto se expresa con otra imagen: el ejército en fuga se compara a una armada invencible sobre la que se abate un tifón causado por un terrible viento del desierto (cf. v. 8). Así pues, queda una certeza inquebrantable para quien está a la sombra de la protección divina: la última palabra no la tiene el mal, sino el bien; Dios triunfa sobre las fuerzas hostiles, incluso cuando parecen formidables e invencibles.
4. El fiel, entonces, precisamente en el templo, celebra su acción de gracias al Dios liberador. Eleva un himno al amor misericordioso del Señor, expresado con el término hebraico hésed, típico de la teología de la alianza. Así nos encontramos ya en la segunda parte del Salmo (cf. vv. 10-14).
Después del gran canto de alabanza a Dios fiel, justo y salvador (cf. vv. 10-12), se realiza una especie de procesión en torno al templo y a la ciudad santa (cf. vv. 13-14). Se cuentan las torres, signo de la segura protección de Dios, se observan las fortificaciones, expresión de la estabilidad que da a Sión su Fundador. Las murallas de Jerusalén hablan y sus piedras recuerdan los hechos que deben transmitirse "a la próxima generación" (v. 14) a través de la narración que harán los padres a los hijos (cf. Sal 77, 3-7). Sión es el espacio de una cadena ininterrumpida de acciones salvíficas del Señor, que se anuncian en la catequesis y se celebran en la liturgia, para que perdure en los creyentes la esperanza en la intervención liberadora de Dios.
5. En la antífona conclusiva, es muy bella una de las más elevadas definiciones del Señor como pastor de su pueblo: "Él nos guiará por siempre jamás" (v. 15). El Dios de Sión es el Dios del Éxodo, de la libertad, de la cercanía al pueblo esclavo en Egipto y peregrino en el desierto. Ahora que Israel se ha establecido en la tierra prometida, sabe que el Señor no lo abandona: Jerusalén es el signo de su cercanía, y el templo es el lugar de su presencia.
Releyendo estas expresiones, el cristiano se eleva a la contemplación de Cristo, el templo nuevo y vivo de Dios (cf. Jn 2, 21) y se dirige a la Jerusalén celestial, que ya no necesita un templo y una luz exterior, porque "el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero, es su santuario. (...) La ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero" (Ap 21, 22-23). A esta relectura "espiritual" nos invita san Agustín, convencido de que en los libros de la Biblia "no hay nada que se refiera sólo a la ciudad terrena, si todo lo que de ella se dice, o lo que ella realiza, simboliza algo que por alegoría se puede referir también a la Jerusalén celestial" (La Ciudad de Dios, XVII, 3, 2). De esa idea se hace eco san Paulino de Nola, que, precisamente comentando las palabras de nuestro salmo, exhorta a orar para que "podamos llegar a ser piedras vivas en las murallas de la Jerusalén celestial y libre" (Carta 28, 2 a Severo). Y contemplando la solidez y firmeza de esta ciudad, el mismo Padre de la Iglesia prosigue: "En efecto, el que habita esta ciudad se revela como Uno en tres personas. (...) Cristo ha sido constituido no sólo cimiento de esa ciudad, sino también torre y puerta. (...) Así pues, si sobre él se apoya la casa de nuestra alma y sobre él se eleva una construcción digna de tan gran cimiento, entonces la puerta de entrada a su ciudad será para nosotros precisamente Aquel que nos guiará a lo largo de los siglos y nos colocará en sus verdes praderas" (ib.).