AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II
Miércoles 27 de octubre de 2004
La riqueza humana no salva
1. La liturgia de Vísperas, en su desarrollo progresivo, nos vuelve a presentar el salmo 48, de estilo sapiencial, cuya segunda parte (cf. vv. 14-21) se acaba de proclamar. Al igual que la anterior (cf. vv. 1-13), que ya hemos comentado, también esta sección del salmo condena la falsa esperanza engendrada por la idolatría de la riqueza. Se trata de una de las tentaciones constantes de la humanidad: aferrándose al dinero, al que se considera dotado de una fuerza invencible, los hombres se engañan creyendo que pueden "comprar también la muerte", alejándola de sí.
2. En realidad, la muerte irrumpe con su capacidad de demoler cualquier ilusión, eliminando todos los obstáculos, humillando toda confianza en sí mismo (cf. v. 14) y encaminando a ricos y pobres, soberanos y súbditos, necios y sabios, al más allá. Es eficaz la imagen que el salmista utiliza, presentando la muerte como un pastor que guía con mano firme al rebaño de las criaturas corruptibles (cf. v. 15). Por consiguiente, el salmo 48 nos propone una meditación realista y severa sobre la muerte, meta ineludible fundamental de la existencia humana.
A menudo, de todos los modos posibles tratamos de ignorar esta realidad, esforzándonos por no pensar en ella. Pero este esfuerzo, además de inútil, es inoportuno. En efecto, la reflexión sobre la muerte resulta benéfica, porque relativiza muchas realidades secundarias a las que, por desgracia, hemos atribuido un carácter absoluto, como la riqueza, el éxito, el poder... Por eso, un sabio del Antiguo Testamento, el Sirácida, advierte: "En todas tus acciones ten presente tu fin, y jamás cometerás pecado" (Si 7, 36).
3. Pero en nuestro salmo hay un viraje decisivo. El dinero no logra "rescatarnos" de la muerte (cf. Sal 48, 8-9); sin embargo, alguien puede redimirnos de ese horizonte oscuro y dramático. En efecto, dice el salmista: "Pero a mí Dios me salva, me saca de las garras del abismo" (v. 16).
Así se abre, para el justo, un horizonte de esperanza e inmortalidad. A la pregunta planteada al inicio del salmo (¿Por qué habré de temer?: v. 6), se le da respuesta ahora: "No te preocupes si se enriquece un hombre" (v. 17).4. El justo, pobre y humillado en la historia, cuando llega a la última frontera de la vida, carece de bienes, no tiene nada que ofrecer como "rescate" para detener la muerte y evitar su gélido abrazo. Pero he aquí la gran sorpresa: Dios mismo paga el rescate y arranca de las manos de la muerte a su fiel, porque él es el único que puede derrotar a la muerte, inexorable para las criaturas humanas.
Por eso, el salmista invita a "no temer" y a no envidiar al rico, cada vez más arrogante en su gloria (cf. ib.), porque, al llegar a la muerte, se verá despojado de todo, no podrá llevar consigo ni oro ni plata, ni fama ni éxito (cf. vv. 18-19). En cambio, el fiel no será abandonado por el Señor, que le señalará "el sendero de la vida, lo saciará de gozo en su presencia, de alegría perpetua a su derecha" (cf. Sal 15, 11).5. Así, podríamos poner, como conclusión de la meditación sapiencial del salmo 48, las palabras de Jesús, que nos describe el auténtico tesoro que desafía a la muerte: "No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón" (Mt 6, 19-21).
6. En armonía con las palabras de Cristo, san Ambrosio, en su Comentario al salmo 48, reafirma de modo neto y firme la inconsistencia de las riquezas: "Son cosas caducas y se van con más rapidez de la que llegaron. Un tesoro de este tipo no es más que un sueño. Te despiertas y ya ha desaparecido, porque el hombre que logra superar la borrachera de este mundo y vivir la sobriedad de las virtudes, desprecia todas estas cosas y no da valor alguno al dinero" (Commento a dodici salmi, n. 23: SAEMO VIII, Milán-Roma 1980, p. 275).
7. El obispo de Milán invita, por consiguiente, a no dejarse atraer ingenuamente por las riquezas y por la gloria humana: "No tengas miedo, ni siquiera cuando veas que se ha agigantado la gloria de algún linaje poderoso. Mirando a fondo con atención, te parecerá vacía si no tiene una brizna de la plenitud de la fe". De hecho, antes de la venida de Cristo, el hombre se encontraba arruinado y vacío: "La ruinosa caída del antiguo Adán nos vació, pero la gracia de Cristo nos llenó. Él se vació a sí mismo para llenarnos a nosotros y para que en la carne del hombre habitara la plenitud de la virtud". San Ambrosio concluye que, precisamente por eso, ahora podemos exclamar, con san Juan: "De su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia" (Jn 1, 16) (cf. ib.).