AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II
Miércoles 27 de noviembre de 2002
Santo es el Señor, nuestro Dios
1. "El Señor reina". Esta aclamación, con la que se inicia el salmo 98, que acabamos de escuchar, revela su tema fundamental y su género literario característico. Se trata de un canto elevado por el pueblo de Dios al Señor, que gobierna el mundo y la historia como soberano trascendente y supremo. Guarda relación con otros himnos análogos -los salmos 95-97, sobre los que ya hemos reflexionado- que la liturgia de las Laudes presenta como la oración ideal de la mañana.
En efecto, el fiel, al comenzar su jornada, sabe que no se halla abandonado a merced de una casualidad ciega y oscura, ni sometido a la incertidumbre de su libertad, ni supeditado a las decisiones de los demás, ni dominado por las vicisitudes de la historia. Sabe que sobre cualquier realidad terrena se eleva el Creador y Salvador en su grandeza, santidad y misericordia.
2. Son diversas las hipótesis sugeridas por los estudiosos sobre el uso de este salmo en la liturgia del templo de Sión. En cualquier caso, tiene el carácter de una alabanza contemplativa que se eleva al Señor, encumbrado en la gloria celestial sobre todos los pueblos de la tierra (cf. v. 1). Y, a pesar de eso, Dios se hace presente en un espacio y en medio de una comunidad, es decir, en Jerusalén (cf. v. 2), mostrando que es "Dios con nosotros".
Son siete los títulos solemnes que el salmista atribuye a Dios ya en los primeros versículos: es rey, grande, encumbrado, terrible, santo, poderoso y justo (cf. vv. 1-4). Más adelante, Dios se presenta también como "paciente" (v. 8). Se destaca sobre todo la santidad de Dios. En efecto, tres veces se repite, casi en forma de antífona, que "él es santo" (vv. 3, 5 y 9). Ese término, en el lenguaje bíblico, indica sobre todo la trascendencia divina. Dios es superior a nosotros, y se sitúa infinitamente por encima de cualquiera de sus criaturas. Sin embargo, esta trascendencia no lo transforma en soberano impasible y ajeno: cuando se le invoca, responde (cf. v. 6). Dios es quien puede salvar, el único que puede librar a la humanidad del mal y de la muerte. En efecto, "ama la justicia" y "administra la justicia y el derecho en Jacob" (cf. v. 4).
3. Sobre el tema de la santidad de Dios los Padres de la Iglesia hicieron innumerables reflexiones, celebrando la inaccesibilidad divina. Sin embargo, este Dios trascendente y santo se acercó al hombre. Más aún, como dice san Ireneo, se "habituó" al hombre ya en el Antiguo Testamento, manifestándose con apariciones y hablando por medio de los profetas, mientras el hombre "se habituaba" a Dios aprendiendo a seguirlo y a obedecerle. San Efrén, en uno de sus himnos, subraya incluso que por la Encarnación "el Santo tomó como morada el seno (de María), de modo corporal, y ahora toma como morada la mente, de modo espiritual" (Inni sulla Natività, IV, 130).
Además, por el don de la Eucaristía, en analogía con la Encarnación, "la Medicina de vida bajó de lo alto, para habitar en los que son dignos de ella. Después de entrar, puso su morada entre nosotros, santificándonos así a nosotros mismos dentro de él" (Inni conservati in armeno, XLVII, 27. 30).
4. Este vínculo profundo entre "santidad" y cercanía de Dios se desarrolla también en el salmo 98. En efecto, después de contemplar la perfección absoluta del Señor, el salmista recuerda que Dios se mantenía en contacto constante con su pueblo a través de Moisés y Aarón, sus mediadores, así como a través de Samuel, su profeta. Hablaba y era escuchado, castigaba los delitos, pero también perdonaba.
El "estrado de sus pies", es decir, el trono del arca del templo de Sión (cf. vv. 5-8), era signo de su presencia en medio del pueblo. De esta forma, el Dios santo e invisible se hacía disponible a su pueblo a través de Moisés, el legislador, Aarón, el sacerdote, y Samuel, el profeta. Se revelaba con palabras y obras de salvación y de juicio, y estaba presente en Sión por el culto celebrado en el templo.
5. Así pues, podríamos decir que el salmo 98 se realiza hoy en la Iglesia, sede de la presencia del Dios santo y trascedente. El Señor no se ha retirado al espacio inaccesible de su misterio, indiferente a nuestra historia y a nuestras expectativas, sino que "llega para regir la tierra. Regirá el orbe con justicia y los pueblos con rectitud" (Sal 97, 9).
Dios ha venido a nosotros sobre todo en su Hijo, que se hizo uno de nosotros para infundirnos su vida y su santidad. Por eso, ahora no nos acercamos a Dios con terror, sino con confianza. En efecto, tenemos en Cristo al Sumo sacerdote santo, inocente, sin mancha. "De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor" (Hb 7, 25). Así, nuestro canto se llena de serenidad y alegría: ensalza al Señor rey, que habita entre nosotros, enjugando toda lágrima de nuestros ojos (cf. Ap 21, 3-4).