AUDIENCIA GENERAL DE JUAN PABLO II

Miércoles 8 de enero de 2003 

 

Alegría de los que entran en el templo 

1. En el clima de alegría y de fiesta que se prolonga durante esta última semana del tiempo navideño, queremos reanudar nuestra meditación sobre la liturgia de las Laudes. Hoy reflexionamos sobre el salmo 99, que se acaba de proclamar y que constituye una jubilosa invitación a alabar al Señor, pastor de su pueblo.

Siete imperativos marcan toda la composición e impulsan a la comunidad fiel a celebrar, en el culto, al Dios del amor y de la alianza:  aclamad, servid, entrad en su presencia, reconoced, entrad por sus puertas, dadle gracias, bendecid su nombre. Se puede pensar en una procesión litúrgica, que está a punto de entrar en el templo de Sión para realizar un rito en honor del Señor (cf. Sal 14; 23; 94).

En el Salmo se utilizan algunas palabras características para exaltar el vínculo de alianza que existe entre Dios e Israel. Destaca ante todo la afirmación de una plena pertenencia a Dios:  "somos suyos, su pueblo" (Sal 99, 3), una afirmación impregnada de orgullo y a la vez de humildad, ya que Israel se presenta como "ovejas de su rebaño" (ib.). En otros textos encontramos la expresión de la relación correspondiente:  "El Señor es nuestro Dios" (cf. Sal 94, 7). Luego vienen  las  palabras que expresan la relación de amor, la "misericordia" y "fidelidad", unidas a la "bondad" (cf. Sal 99, 5), que en el original hebreo se formulan precisamente con los términos típicos del pacto que une a Israel con su Dios.

2. Aparecen también las coordenadas del espacio y del tiempo. En efecto, por una parte, se presenta ante nosotros la tierra entera, con sus habitantes, alabando a Dios (cf. v. 2); luego, el horizonte se reduce al área sagrada del templo de Jerusalén con sus atrios y sus puertas (cf. v. 4), donde se congrega la comunidad orante. Por otra parte, se hace referencia al tiempo en sus tres dimensiones fundamentales:  el pasado de la creación ("él nos hizo", v. 3), el presente de la alianza y del culto ("somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño", v. 3) y, por último, el futuro, en el que la fidelidad misericordiosa del Señor se extiende "por todas las edades", mostrándose "eterna" (v. 5).

3. Consideremos ahora brevemente los siete imperativos que constituyen la larga invitación a alabar al Señor y ocupan casi todo el Salmo (cf. vv. 2-4), antes de encontrar, en el último versículo, su motivación en la exaltación de Dios, contemplado en su identidad íntima y profunda.

La primera invitación es a la aclamación jubilosa, que implica a la tierra entera en el canto de alabanza al Creador. Cuando oramos, debemos sentirnos en sintonía con todos los orantes que, en lenguas y formas diversas, ensalzan al único Señor. "Pues -como dice el profeta Malaquías- desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi nombre entre las naciones, y en todo lugar se ofrece a mi nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi nombre entre las naciones, dice el Señor de los ejércitos" (Ml 1, 11).

4. Luego vienen algunas invitaciones de índole litúrgica y ritual:  "servir", "entrar en su presencia", "entrar por las puertas" del templo. Son verbos que, aludiendo también a las audiencias reales, describen los diversos gestos que los fieles realizan cuando entran en el santuario de Sión para participar en la oración comunitaria. Después del canto cósmico, el pueblo de Dios, "las ovejas de su rebaño", su "propiedad entre todos los pueblos" (Ex 19, 5), celebra la liturgia.

La invitación a "entrar por sus puertas con acción de gracias", "por sus atrios con himnos", nos recuerda un pasaje del libro Los misterios, de san Ambrosio, donde se describe a los bautizados que se acercan al altar:  "El pueblo purificado se acerca al altar de Cristo, diciendo:  "Entraré al altar de Dios, al Dios que alegra mi juventud" (Sal 42, 4). En efecto, abandonando los despojos del error inveterado, el pueblo, renovado en su juventud como águila, se apresura a participar en este banquete celestial. Por ello, viene y, al ver el altar sacrosanto preparado convenientemente, exclama:  "El Señor es mi pastor; nada me falta; en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas" (Sal 22, 1-2)" (Opere dogmatiche III, SAEMO 17, pp. 158-159).

5. Los otros imperativos contenidos en el salmo proponen actitudes religiosas fundamentales del orante:  reconocer, dar gracias, bendecir. El verbo reconocer expresa el contenido de la profesión de fe en el único Dios. En efecto, debemos proclamar que sólo "el Señor es Dios" (Sal 99, 3), luchando contra toda idolatría y contra toda soberbia y poder humanos opuestos a él.
El término de los otros verbos, es decir, dar gracias y bendecir, es también "el nombre" del Señor (cf. v. 4), o sea, su persona, su presencia eficaz y salvadora.

A esta luz, el Salmo concluye con una solemne exaltación de Dios, que es una especie de profesión de fe:  el Señor es bueno y su fidelidad no nos abandona nunca, porque él está siempre dispuesto a sostenernos con su amor misericordioso. Con esta confianza el orante se abandona al abrazo de su Dios:  "Gustad y ved qué bueno es el Señor -dice en otro lugar el salmista-; dichoso el que se acoge a él" (Sal 33, 9; cf. 1 P 2, 3).